Me tomo el atrevimiento de publicar una carta, casi en su totalidad, del P. Leonardo Castellani
dirigida Roberto Giusti, Director de la publicación Nosotros, según conjetura Sebastián Randle en la
biografía “Castellani, 1899-1949”
de dónde tomo esta carta.
Es cierto que en esta
carta se puede notar un tono de estilo a lo León Bloy o a lo Blaise Pascal, “algo así como una morosidad en
la argumentación que nos evoca tiempos pasados, donde la gente tenía el tiempo
y el gusto por debatir ideas (y si el atribulado lector está cansado, o se
siente agobiado por la impaciencia de los tiempos modernos, o, simplemente, no
tiene ganas de seguir las volteretas de una apologética un poco demodé,
puede saltearse la larga cita que sigue. Nosotros la asentamos en la persuasión
de que allí donde aún queden vestigios de vigor intelectual siempre habrá quién
la aprecie)”, dice el biógrafo. Y es así, la carta va a dirigida a alguien que gusta y sabe de libros, por parte de alguien que también gusta y sabe de libros. Por lo tanto, es una extensa carta, una de las pocas de esta
extensión que redactará Castellani, plagada de razones y argumentos, con la fuerza de su conocimiento literario, dirigida con cordialidad
de un buen amigo preocupado.
debo escribir a Ud. una carta sobre religión,
no sea que «qui tacet consentire videatur» o bien que Dios me tome en cuenta
algún día el que no haya procurado por cobardía hacer a un hombre que me hizo
bien, el único Bien que puede hacer un pobre fraile agradecido que tiene voto
de pobreza.
Entré pues en la Biblioteca del
Seminario a buscar las «Cartas a un Escéptico» de Balmes para muñirme de
argumentos, procurando en el camino ponerme en el estado ideológico de un ateo,
a fin de que mi argumentación fuere eficaz. Y sucedió que cuando llegué a la
Biblioteca, me estaba sonriendo solo, de pensar que yo (yo ateo) estaba en
esta casa tan grande para estudiar cuatro años una cosa que no existe,
para estudiar a Dios, Theo-logía. Pero cuando volví la llave y entré en
la Biblioteca me sentía reír a carcajadas (la risa nace de la percepción brusca
de un contraste chocante) viendo que, no cuatro años, sino toda la vida, habían
estado trabajosísimamente estudiando los miles de hombres que habían escrito
los miles de volúmenes que están aquí y que versan sobre la nada.
Nadie me podrá negar que hay
contraste y que es una cosa graciosísima. Aquí están la Didaché que es del
siglo primero y allí está San Agustín (quince infolios en pergamino) que es
del s. IV, y aquí está Franzelin que es del XIX, y allá el Viejo Testamento que
es de la Prehistoria y se pierde en la noche del pasado; y están Claudel, un
poeta, Vázquez de Mella, un filósofo, Pasteur, un científico, Billot, un teólogo,
Menéndez y Pelayo y literato; aquí están quince mil volúmenes de todas trazas,
valores y especies imaginables, a los cuales me dirigí con gran carcajada
triunfadora:
«¡Todos vosotros os habéis
equivocado, oh muertos!».
Cerré los ojos para reír mejor y
para ver mejor imaginativamente la visión de ese universo de hombres ilusos, y
vi la biblioteca toda llena de almas de muertos (¡Ojo! Yo no creo en la
supervivencia; estábamos en que soy ateo). Todos estos ya se han vuelto nada,
su alma no está en ninguna parte, salvo en los libros en que ellos exprimieron
lo mejor de ella; porque eso sí, yo creo en los libros y amo los libros.
Así pues toda la Biblioteca
llena de almas de muertos. Infinitas. Incontables. Inimaginables almas ilusas
que creyeron en Dios. De todas edades de todos colores de todos vestidos de
todas las historias y de todas las geografías. Al lado del Santo Job que
arroja al cielo sobre el estercolero sus acres maldiciones, una dulce niña como
una flor que murió bautizada y es herma- nita mía. Negros, chinos, pieles
rojas, asirios, egipcios y romanos. Nympha, gentilísima ateniense que convirtió
el judío Pablo de Tarso y la jeta feroz de una pobre vieja guaraní que
convirtió el P. Cardiel S.J., fundador de mi pueblo. El padre Abrahám y en su
regazo un canillita bonaerense que murió aplastado por un auto (yo lo vi) sin
estar bautizado, pero no por culpa suya sino de sus padres y el Gobierno laico,
y tenía bautismo de deseo. La purísima santa mía Teresa de Cepeda y una
mala mujer criolla que se confesó antes de morir. Monstruos que nacieron con
tres brazos o dos cabezas de los hijos de borrachos, y Cervantes y Santo Tomás
de Aquino. Amentes y semiamentes, un neurasténico, un leproso, Carlomagno y
Dante. ¿Qué sé yo? Podría seguir por 20 páginas, era un mar, un océano
inabarcable de almas apiñadas en torno mío, que era el centro de aquel enjambre
esférico de radio infinito.
A todos estos, pues, decidido a
mantener hasta el fin mi posición de ateo, con coraje, les dije:
-Todos vosotros os habéis equivocado.
¡Qué gracioso! ¿no? ¿Habéis visto cómo me he reído al principio? Son las
paradojas grotescas de la vida. ¡Pensar que habéis dado el gran salto en el
vacío! ¡Es una risa enorme, una carcajada homérica! ¡Que os hayáis tomado tan
en serio! Aunque al fin y al cabo ¡fuisteis felices! La ilusión trascendente o
la enfermedad nerviosa o lo que sea (la religión, digo, el misticismo
que decía Justo) que os fingía mares de certidumbres luminosas y os hacía más
fuertes que la muerte (¡qué misterio es el hombre!), la alucinación a la cual
consagrasteis vuestras fuerzas, vuestros estudios, vuestros cuerpos en
castidad, vuestra sangre en martirio, vuestros corazones en incontenible amor,
al conocer yo que fue una alucinación me siento más fuerte y sano que todos vosotros.
¡Pensar que todos estos libros
(¡oh almas de los libros!) en que consagrasteis a vuestro Dios, o bien vuestro
sencillo amor como «Las meditaciones sobre el Niño Jesús» de Sor María
Termenegabis o bien vuestra alta especulación como la Summa Teológica de Santo
Tomás de Aquino, son una pura pamplina! ¿No os reís conmigo de los contrastes
grotescos de la existencia?
Una voz -una voz de mi alma,
opaca y contenida, una voz blanca que lo mismo podía serlo de indiferencia que
de una carga de violenta pasión a punto de explotar- se levantó en medio del
silencio (triste como el que precede en medio del silencio a las tormentas) en
que cayó mi voluble carcajada.
-¿Todo eso que has dicho es
verdad?
-En nombre de la ciencia
moderna, dije yo, oh almas, escuchad. Nuestro siglo sabe mucho. Todo el
esfuerzo civilizador evolutivo de los siglos ha venido a concentrarse en el
nuestro, como todo el empuje de una bayoneta está en la punta, que rompe, que
se hunde, que desgarra. Y soy un hijo de mi siglo, y no puedo creer
como vosotros naturalmente (orgánicamente) creísteis. Yo estoy con Anatole
France, un hombre que escribe tan bien, esa ironía preciosa llena de piedad.
No creáis que ataco vuestra fe en nombre de la razón. Yo miro, y me sonrío,
disputar a la fe y a la razón y me siento ante ellos lleno de elegante
indulgencia. El mundo es un espectáculo divino, aun después de negado el
principio de contradicción, aun diría que entonces es mucho más divino. Conste
empero que yo no lo afirmo ni lo niego. Yo afirmo mi yo y que las pulgas me
molestan y los frailes me son naturalmente antipáticos. En cuanto a Dios, es
para mí un ser demasiado respetable (aunque no sea más que por tanta gente
ilustre como vosotros que lo ha querido) para que vaya a inferirle la injuria
de creer que Existe, habiendo en el mundo tantos males crueles que no tendría
más remedio que achacarle a él si existiera. Ésta es la verdad, ¡oíd, esta es
la ver...!
Jamás hubiera creído que mis
ingenuas palabras hubieran podido causar algo tan espantoso. Al principio creí
que era un trueno, un terremoto, o que el gran edificio secular del Seminario
se me derrumbaba encima. Era un inmenso grito de dolor arrancado a una de
todos aquellos infinitos pechos como con un golpe de batuta.
«-¡Ay de nosotros! gritaban.
-¡Oh miseria inmensa de nuestras vidas tres veces miserables! ¡Oh dolor
insoportable! ¡Oh pérdida tan grande como es la esperanza del pecho del hombre!
¡Oh sol que nos extraviabas! ¡Oh luz que mentías! ¡Oh crueldad monstruosa y
sangrienta! ¡Oh aire que nos asfixiabas, oh pan que nos envenenabas, oh
naturaleza, oh vida, oh creador, oh Todo que perversamente nos engañaste! ¡Oh
entendimiento mil veces maldito que nos decías invenciblemente que poseías la
verdad, oh voluntad, oh corazón, oh criaturas que mentíais, todos, todos,
continuamente, inexpugnablemente!».
Una vez vi operar un pibe de 4 ó
5 años sin cloroformo (no sé por qué) y daba unos gritos tan desgarradores que
me partían el corazón (¡mamááááááá!) fuertemente sujetado y despedazado... eran
risa pura al lado de la suma de dolor inexpresable de todas estas existencias a
las que parecía talmente que mis palabras, como ese instrumento de cirugía que
llaman «ecrasseur» (que sólo verlo hiela) les había agarrado los corazones y se
los habían aplastado con un solo golpe brutal y simultáneo.
«-Nuestra vida fue un infierno,
peor que el aniquilamiento. ¡Criados para ser engañados, con una naturaleza
complejísima sabiamente adaptada para engañarse y adherirse fieramente al
error! ¡Oh dolor inmenso, oh infierno, oh felicidad del no ser! iAy de
nosotros!».
Y como el dolor muy grande
carece de palabras, aquí el coro espantoso se fundió en un inmenso quejido más
triste que la muerte.
Yo tengo buen corazón y estaba
con los pelos de punta y con un sudor de agonizante por todo el cuerpo. Nunca
jamás había querido yo causar tanta catástrofe a estos seres entre los cuales
están mi padre y mis abuelos, sino solamente hacerlos reír diciendo que no hay
Dios ingeniosamente. Así que empecé a gritar con todas las fuerzas de mis
pulmones:
-¡Oíd! Yo no digo que esto sea
verdad objetiva, sino verdad subjetiva. Yo no digo que esto sea
así, sino que yo lo creo así.
Mis palabras tuvieron otra vez
un efecto contrario al esperado. Un silencio más glacial y pavoroso que antes,
un silencio tangible me encerró como una losa, y de nuevo se alzó
iracunda, al rojo blanco, la voz primera que esta vez reconocí; Balmes, el
lógico inflexible:
«-¡Suicídate! -gritóme. (¡Cáspita!). ¡Suicídate,
desgraciado! Si tú crees eso, crees que Dios es el mal, y que la vida es dolor
y miseria sin esperanza. Lógicamente debes creerlo. Si no lo crees eres un
estúpido y si lo crees, ¿por qué no te suicidas!».
Y el coro infinito, como el trueno
y el fragor de las cataratas repitió indignado y tremendo:
-¿Ah, sí? ¡Vayan a contárselo a
sus abuelas! -les grité yo, despertando bruscamente y voluntariamente de mi
ensueño, tirando las «Cartas a un Escéptico» y tomando la pluma.
Es cosa sumamente conveniente
poder despertar cuando uno quiere de sus ensueños, sean ilusiones, sean
pesadillas. A causa de esta verdad (que nadie me negará) ha dicho Chesterton
en un libro precioso («Orthodoxy») que no hay entendimiento más libre que el
entendimiento que está atado con la cadena de la Fe. Esto es una paradoja, Ud.
sabe, querido amigo, que Chesterton es un paradojista; pero él explica su idea,
diciendo que atado con la cadena diamantina de verdades inquebrantables, que
ninguna fuerza humana (salvo el libre albedrío) puede trozar, el entendimiento
católico se siente seguro de volar sin perderse. Pone el ejemplo de un hombre
que estuviera en una región llena de abismos invisibles, atado con una cadena
fortísima que no llega a ninguno de los abismos, dice que este hombre podría
correr, saltar y brincar sin ningún cuidado. Mientras tanto que otro hombre,
sin cadenas (libre, libre y pensador) no podría dar diez pasos sin estar
temblando. Desde el momento mismo en que ha insistido firmemente que hay
algunas cosas con las cuales no se puede jugar, el católico queda libre
de jugar con todas las otras cosas, como lo hizo el juglar San Francisco y la
juguetona Santa Teresa de Jesús. Y esta es la causa (dice él) de que la novela
sea como usted sabe un producto cristiano, un género literario del
cristianismo, así como la vida de San Francisco es una novela de acción...
Bueno, Chesterton no es ningún
Santo Padre, sino un grande y querido y gordo inglés. Quería decir solamente
que es cosa muy útil poder despertar cuando se quiera de sus ensueños
(Chesterton dice que los católicos atados por la fe pueden soñar cuanto se les
antoje; seguros de poder despertar ad libitum), cosa que nadie, como
dije, me podrá negar, aunque no todos estén conformes con las consecuencias de
Chesterton.
Desperté pues (para volver a mi novela)
y dije: -Vayan ustedes a contárselo a sus señoras abuelas. Tomé la pluma y me
puse a escribir renunciando definitivamente a ponerme en el estado de ánimo de
un ateo. La razón es que, educado en la lógica férrea de la escolástica
católica (Nihil potest esse simul
et non esse), me siento llevado en mis discursos a sacar todas las
consecuencias de un principio dado, por ejemplo el ateísmo; cosa que
afortunadamente no hacen todos los ateos, porque si no la vida sería
imposible. ¡Mire Ud. si todos los hombres irreligiosos del mundo sacaran las
consecuencias prácticas que del ateísmo sacaron Schopenhauer, Nietzsche, Oscar
Wilde, Anatole France, el formidable Kiriloff de Dostoiewsky, y Nerón y Calles,
por ejemplo! Sería atroz para los pobres bichos indefensos y naturalmente
buenos como yo y Ud.
Así que dejándonos de historias,
lo que quería es, como decía al principio de mi carta, para que no se me
aplique lo de «quien calla, otorga», protestar por escrito de que ni mi antiguo
silencio significó nunca consentimiento, ni mi actual afirmación de que «Dios
existe» tiene el mismo valor que las áticas ironías de algún escéptico
contemporáneo, por nacer de una raíz muy distinta del diletantismo, por nacer
de una tremenda y dulcísima certidumbre.
En esto sí que puedo testimoniar
a Ud. con toda verdad, del fondo de un corazón honrado que no querría nunca
mentir y menos en cosa tan grave, que me sorprendo a mí mismo no pocas veces en
clase de Teología, mientras un compañero macanea en mal latín, repitiendo
gozosamente las palabras que un gran poeta, mi favorito, dijo a otro propósito:
«Certes, je bois, certes je suis
plongé dans le vin».
Porque son como un río luminoso
las aguas inundantes del vino embriagador de la evidencia: «Calix tuus
inebriam Domine» decía David, «quam praeclarus est». Usted dirá que este
fenómeno de sentirse el católico seguro y cierto es simplemente una
alucinación; pero amigo, qué quiere que le diga, el vino es vino y tiene un
sabor propio distinto del agua. Quiero decir que el que ha probado una vez vino
de Málaga, no lo confundirá jamás con un buche de agua chirle, por más que el
que no haya tomado en su vida más que agua chirle pueda negar la existencia del
vino de Málaga; pero yo, gracias al amor de mis cristianos padres, que Dios
bendiga, he bebido desde mi niñez el vino de la verdad a tazas plenas, y no me
parece ni siquiera posible confundir la luz del sol con la eléctrica, ni con
la probabilidad o la opinión, la evidencia. Y he aquí como llegamos (¡por fin!)
al grano y a lo que yo le quería en definitiva decir en esta vagabunda carta:
-¿Es para Ud. evidente que no
hay Dios? ¿Está Ud. plenamente seguro, excluyendo toda duda prudente, que no
hay un ser más grande que el hombre, que si lo hay, ese ser no ha hablado al
hombre, y que, en todo caso, si le ha hablado, es imposible averiguarlo? Porque
si no puede decir «Estoy seguro de eso» con la misma firmeza con que dice «2+2
son 4» o «yo existo», si Ud. tiene alguna duda prudente de que tienen razón los
otros (el mundo aquel que vimos en la Biblioteca) entonces -y esto es lo
que quería decirle- tiene Ud. obligación gravísima de averiguar, estudiar,
cerciorarse y adquirir la evidencia, sin la cual no podemos obrar en
conciencia, ni dar un paso solamente en esta vida.
Tiene obligación. Ud. es un
hombre cumplidor de sus obligaciones, un hombre honesto, un hombre de su deber.
Yo lo he visto con mis propios ojos, no preciso que nadie me lo cuente, cumplir
una obligación de su oficio un poco espinosa y que no todos satisfacen, con una
rectitud digna de todo aprecio y que no declinaba ni a la derecha ni a la
siniestra. Por lo tanto yo presumo que si a Ud. le constara de alguna manera
otra obligación más apretada y urgente, no dejaría de llenarla, por el mismo
principio, sea cual fuere, en virtud del cual cumple sus deberes profesionales;
a menos que tengamos que decir que un hombre honrado es el que satisface sus
deberes pequeños y descuida los gravísimos.
¿Y de dónde me incumbe a mí,
dirá Ud., ese otro deber gravísimo? -Aunque no fuera de otra parte, de parte
de esa linda criatura, su mayorcita, a quien va dedicado mi primer tomo de
«Cuentos y Fábulas».
Aún me parece la veo con su gran
bandeja en las manos y su gracia de sílfide (una delicada atención de Ud.,
hacernos servir el té por su hijita), la veo digo, volviendo la cabecita hacia
su papá para contestarle mientras sostiene gentilmente las tazas: «Sí, papá,
así dijo la maestra».
-No puede ser, hijita, vos has
entendido mal (dijo usted), yo no puedo creer que una maestra argentina prepare
su clase para ir luego a decir a un montón de pebetas de Primero Superior que no
hay Dios. -Pero sí, papá, dijo que no hay Dios, así dijo.
Las palabras de la Sagrada
Escritura: «Dixit insipiens in corde suo: Non est Deus» se me vinieron a
la memoria tristemente. La pequeñita tomaba, no en su corazón todavía, pero en
su boca llena de celeste inocencia, las palabras que el Libro Inspirado e
Infalible llama necedad, insipiencia. ¡Pobre niña, indefensa en la escuela de
la necedad trascendental, que sabrá mañana tocar el piano y no sabrá para qué
estamos en el mundo! El pecado de los padres ciertamente no pasa a los hijos;
pero la miseria del padre, tanto la natural como la sobrenatural, sí que pasa
al hijo de cuya crianza Dios le ha responsabilizado en su providencia
ordinaria; y si un padre se juega a la ruleta su caudal de verdad y
certidumbre sus hijos comerán pan duro y peligrarán sucumbir de hambre. Claro
está que yo no pensé esto entonces, porque seguimos hablando de Literatura,
sino que quedé solamente con el corazón un poco anudado: pero luego que estuve
en el vagón (adonde Ud. me acompañó atentamente y me puse a rezar mi Rosario,
el nudo del corazón se destejió en un ovillo de explícitas consideraciones
pías. Muy seguros, muy sin ninguna duda deben vivir los ateos -me decía yo en
mi inocencia- para no sentirse obligados a estudiar, inquirir y asegurarse de
Su verdad -para exponerse a darle por bebida a sus hijos vitriolo en lugar de
vino, ese Non est Deus que todo este mundo de la Biblioteca tiene con
toda certeza por vitriolo. Porque una cosa es que un hombre sin hijos y de
corazón podrido como Anatole France se pase toda su vida piqueteando con su
entendimiento privilegiado y odiando a iglesia de Cristo con el rencor
misterioso e indisimulable que es la señal de los réprobos; y otra cosa muy
distinta es que un padre (paternidad siendo por esencia cosa contraria al
egoísmo y la frivolidad) juzgue las lindas ideas de este monstruoso egoísta con
todas sus consecuencias, buen alimento para sus hijos. Aquella es una cosa para
hace temblar, y esta es una cosa para hacer llorar. Yo no digo que haya llorado
allí en el coche de 2da. del F.C.O. rezando el Rosario; sólo digo que soy
hombre naturalmente algo melancólico y propenso a las veces a lagrimear sobre
males ajenos, como si no tuviera bastante con los propios.
Mas esta razón de la
responsabilidad del padre acerca del alimento de sus hijos, no debe ser
solamente sensiblería mía, cuando ha servido para convertir a Giovanni Papini.
El cual escritor italiano dicen que teniendo dos hijas que amaba mucho y que se
le estaban torciendo, y habiéndolas mandado en bien de su educación a un
Colegio de monjas, experimentó en ellas tan felicísimo cambio que temió no
fuera que aquellas monjitas iliteratas poseyeran la verdad -la verdad que él,
el «uomo finito» había dado definitivamente por perdido; y siendo erudito ya en
el Historia de las Religiones, se propuso enterarse de la Católica a la cual
había atacado muchas veces sin tomarse la molestia de conocerla.
Ésta es la ingenua
carta-confidencia, querido amigo, que yo debía a Ud. y a mis escrúpulos. La
cual si Ud. tira a la papelera a la primera hoja por lo menos yo habré cumplido
con mi conciencia en escribirla. Pero para que no la tire (porque lo que deseo
es que la lea) me voy ahora mismo a la Capilla (faltan 20 minutos para la
Clase) a rezar el segundo Rosario a la Sma. Virgen y rogarle que estas líneas «non
provienant ei in majorem judicium et condemnationem, sed pro tua pietate
prosint ei ad medelam percipiendam», como dice la Iglesia.