En la excelente obra “La muerte
de la luz”, del filósofo y crítico del arte, el austríaco Hans Sedlmayr, leemos
una breve síntesis de lo que el hombre moderno refleja en las obras artísticas.
El arte refleja toda una época, refleja toda una manera de pensar y de creer,
refleja todo un espíritu en el que se encuentra inmersa esa época. Y el
hombre ha perdido la noción de lo verdadero y lo bello porque ha perdido la
noción de Dios y esto es reflejado, como espejo espiritual, en el arte
contemporáneo.
La comparación metafórica en la que
nos ubica Sedlmayr, según su delicada y certera visión artística, es la de un
eclipse solar ocurrido en 1842 descrito por el poeta Adalbert Stifter y plasmándolo
en una de sus obras. Según Sedlmayr, el eclipse de sol total pintado por
Stifter, es un reflejo de la situación actual del arte, debido al
oscurecimiento de lo bello y lo verdadero. Basta visitar cualquier galería de “vanguardia”
o de “arte moderno” para quedarnos con esa impresión de vacío y ausencia de la
belleza.
Dejemos al autor que lo haga...
Una observación sobre El Eclipse del 8
de julio de 1842, de Adalbert Stifter
Esta observación necesita una nota previa:
PARA CADA UNO de nosotros hay
personas, cosas, sucesos, cuya esencia tememos analizar y disecar, y confieso
antes de empezar que para mí Adalbert Stifter y su obra pertenecen a esa
categoría de realidades. Pero ese temor no debe llegar hasta negarnos a hacer
partícipes a los demás de lo que esas realidades nos han revelado a nosotros
mismos en el fondo. La participación en ese caso no puede hacerse en forma
realmente científica, sino, más modestamente, indicando lo que creemos haber
percibido y consideramos sería útil que también los demás percibiesen.
“Hay cosas que sabemos durante cincuenta años, y al llegar al quincuagésimo
primero nos maravillamos por lo importantes y tremendas que eran”.
Creo que Stifter tenía como pocos la facultad de hacer traslucir a través de la
descripción realista de un acontecimiento del mundo externo, con el ropaje de
un lenguaje grandioso en su simplicidad, fenómenos muy profundos del orden del
espíritu. Me refiero sobre todo en ese momento a su “reproducción” del eclipse
total de la mañana del 8 de julio de 1842, que, aun literalmente, está entre lo
más significativo que nos ha quedado de él. En ese magnífico trozo de prosa el
oscurecimiento de la luz interior y, por lo tanto, al arte de una época que
está bajo el signo de una obnubilación de esa especie. Quisiera decir algo
sobre esto, mostrar cómo es posible algo semejante. Tal vez no haya ninguna
necesidad de indicaciones ni explicaciones, tal vez basta advertir estas
analogías para captarlas a fondo.
Stifter, a pesar de sentirse
subyugado por la grandiosidad del fenómeno, distingue claramente en su
descripción, con la precisión de un fiel observador de la naturaleza, dos
etapas en el oscurecimiento.
En la primera etapa, “mientras que en lo alto
el bálsamo de la vida, la luz, iba languideciendo imperceptiblemente, penetraba
y se extendía en la bella luz del sol la invisible oscuridad”. Los signos
característicos de esta primera etapa son:
Primero: El mundo familiar se vuelve
extraño: “era una desagradable enajenación de nuestra naturaleza”.
Segundo: Empalidecimiento y
debilitamiento del color. El hecho sucedió paulatinamente: “Había
avanzado calladamente como una oscuridad, o mejor, una luz gris plomiza, como
una bestia maligna —pero podía ser una ilusión—; en nuestro observatorio todo
seguía siendo claro y amable, los rostros y semblantes de los presentes eran
serenos y amistosos como siempre”. Pero entonces, “se hicieron visibles los
efectos también en la tierra…; el río ya no destellaba, sino que era una cinta
gris-oscura, nos rodeaban pálidas sombras, las golondrinas estaban inquietas,
el hermoso y suave brillo del cielo se apagó como si emanase de un hálito
exhausto, una brisa fría se levantó y nos sacudió. . . y el paisaje se hacía
cada vez más lívido. . . los rostros se volvieron gris ceniza”.
Tercero: El mundo se vuelve rígido y
pesado: “sobre las praderas se congelaba una luz extraña e
indescriptible, plomiza... sobre el paisaje que se hacía cada vez más inmóvil”.
Cuarto: Sobreviene una extraña
calma: “en los bosques, junto con el juego de la luz había
desaparecido el movimiento; yacían estáticos, pero no como dormidos sino desmayados”.
Quinto: Y un extraño vacío: “nuestras
sombras estaban echadas sobre los muros vacíos y sin contenido”.
Sexto: Tristeza y silencio sepulcral[1]: “hubo un momento de tristeza
normal”; “y después silencio de muerte”.
La característica de esta primera etapa del
eclipse, captada con gran precisión, es, pues, la de la extinción y la muerte
del mundo familiar: “era algo estremecedor esa muerte repentina en
medio de la frescura de la mañana que había reinado hasta pocos minutos
antes”.
La segunda etapa tiene un carácter
totalmente diverso; sucede algo completamente nuevo, inesperado. Sus rasgos
característicos son:
Primero: La fuerza tremenda de la
conmoción: “Así como antes nos había impresionado y desolado el
repentino empalidecimiento y desvanecimiento de la naturaleza, y nos había dado
la impresión de una muerte al acecho, ahora nos sentíamos
atemorizados y sobrecogidos por la tremenda fuerza y potencia de la conmoción
que observábamos en todo lo ancho del cielo; las nubes horizontales, que antes
nos habían dado temor, colaboraban en la orquestación del fenómeno; se erguían
ahora como gigantes”.
Segundo: La tremenda potencia de los
colores: “de sus cumbres fluía un rojo aterrador, y hacia abajo se
abovedaban en un azul profundo, frío y pesado, y oprimían el horizonte”. “A lo
lejos, en el límite (...), yacía oblicuamente una larga y puntiaguda pirámide
de luz de un amarillo horrible, con resplandores de color azufre y una orla de
azul ultraterreno”.
Tercero: Lo totalmente irreal: “colores
nunca vistos estaban diseminados por el cielo”.
Cuarto: Un resplandor al mismo
tiempo fascinante y terrible: “Masas de niebla, que desde
hacía tiempo se levantaban en el horizonte, pero no habían tenido color alguno,
se hacían ahora patentes y se henchían con un tenue y terrible resplandor”. “La
luna estaba en el medio del sol..., semitransparente, inundada de una especie
de brillo acerado; y a su alrededor, no un anillo de sol sino una bella, una
maravillosa corona de resplandor, azulado, rojizo, en rayos que se reflejaban
unos a otros, como si el sol que estaba por encima vertiese su torrente de luz
sobre la esfera de la luna, y ésta a su vez la rociase a su alrededor — ¡lo más
gracioso que jamás he visto en cuestión de juegos de luz!” “Nunca alumbró una
luz menos terrena y más tremenda”. “Si antes nos había desolado la monotonía,
ahora nos abrumaban la fuerza, el resplandor y las masas”.
Quinto: Pero el hombre se convierte en un espectro: “nuestras
propias formas estaban aprisionadas como negros espectros, huecos, carentes de
profundidad; el fantasma de la iglesia de San Esteban estaba suspendido
en el espacio”.
Sexto: Las violentas conmociones
internas agitan a los espectadores; hasta “los animales se
aterrorizan”.
La característica de esta segunda etapa del
eclipse es lo trágico: “La música indeciblemente trágica de colores y luces que
resuena por todo el cielo”, es “un Dies irae” que “nos parte
el corazón”; es, en resumen, el apocalipsis, la revelación de
lo inimaginable, de lo tremendo, de lo inefable, de su poder y su fuerza y su
terror.
En la descripción de esta etapa cada
una de las palabras tiene un profundo significado simbólico, no buscado
intencionalmente. Es casi imposible considerar el hecho exclusivamente como un
acontecimiento natural; instantáneamente asume significación y tiene
consecuencias de orden espiritual y ético; cada uno de los fenómenos evoca su
analogía en el oscurecimiento del espíritu y del corazón y tiene una
importancia moral, porque “en este suceso físico se encuentra una fuerza moral
de esa clase”. Al mismo tiempo se transforma, sin que medie la menor intención,
en una válida descripción de dos hechos espirituales, tal vez los que más
conmovieron al siglo de Stifter: la extinción de la naturaleza familiar al
hombre y su tremenda desvirtuación. Esta analogía, ¿no estará basada en que el
eclipse de la luz central del espíritu tiene como consecuencias necesarias
fenómenos similares a los del eclipse de la luz del mundo externo, y, a su vez,
en que el arte, con idéntica necesidad, hace visibles estos acontecimientos
espirituales con los mismos medios que utiliza la naturaleza? Lo que Stifter
describe en un acontecimiento natural es, en el fondo, lo mismo que Nietzsche y
Dostoievski supieron y experimentaron acerca del acontecimiento espiritual más
significativo de su siglo, sólo que aquí, gracias al genio de un poeta en quien
habitaba además un pintor, se vuelve inmediatamente accesible a la contemplación, en
un plano en el que se entremezclan lo sensible y lo espiritual y en el que el
suceso natural, descrito con simplicidad, se convierte inmediatamente, y por lo
mismo más incisiva-mente que en cualquier “simbolismo”, en símbolo de su
reflejo en el orden del espíritu.
Con esto Stifter va más allá de las
posibilidades de su época y apunta hacia adelante, a una época que, sin volver
al Medioevo, experimentando y abrevando en las profundidades de lo primitivo,
volverá a descubrir la analogía entis.
Esto es válido para la descripción
en su totalidad, pera se aplica además a casi cada una de las observaciones en
particular. Al ver a Stifter describir sencillamente una de las consecuencias
del eclipse total con las palabras: “El aire se volvió frío, sensiblemente
frío”, ¿cómo no caer en la cuenta de que el grito de Nietzsche: “Ha empezado a
hacer frío”, es también la constatación de un eclipse? Yo diría que la simple
frase “no se daban cuenta de que mientras en lo alto el bálsamo de la vida, la
luz, iba languideciendo imperceptiblemente —abajo... había avanzado
calladamente como una oscuridad..., coma una bestia maligna—, pero podía ser
una ilusión; en nuestro observatorio todo seguía siendo claro y amable, los
rostros y semblantes de los presentes eran serenos y amistosos como siempre”,
yo diría que en esa sola frase está dibujada de una manera insuperable toda la
situación histórico-metafísica de Biedermeier.
Puesto que el oscurecimiento del sol
externo y del interno tienen efectos semejantes, y porque el arte es
proclamación y espejo de esos acontecimientos interiores, las frases de Stifter
asumen también una significación, totalmente involuntaria, con respecto al arte
de su época. También allí los rasgos característicos de las obras de arte más
significativas son, en una primera etapa, frío, pérdida de
color, palidez, rigidez, agobio, tristeza y silencio sepulcral; en una segunda etapa
se manifiesta una violenta con-moción apocalíptica, colores “terribles” y nunca
vistos, un brillo acerado e irreal, junto con la transformación del ser del
hombre y de su mundo familiar en máscaras vacías, en fantasmas, en espectros.
Evidentemente en la historia, que por definición es superposición de estratos,
las etapas no se siguen la una a la otra con el determinismo de un proceso
natural, sino en revoluciones constantes que se van sobreponiendo. Ya en la
época de Stifter, que fundamentalmente está en la prolongación de la primera etapa
(cuya característica, a grandes rasgos, es la experiencia de muerte que se
acostumbra a resumir con el término “clasicismo”) , en la obra de Turner o de
Blechen, por ejemplo, encontramos figurado en la pintura mucho de lo que
Stifter había visto en el cielo (“una larga y puntiaguda pirámide de luz de un
amarillo horrible, con resplandores de color azufre y una orla de azul
ultraterreno”, “colores nunca vistos estaban diseminados por el cielo”). Pero
los caracteres de la segunda etapa sólo alcanzan su pleno desarrollo con el
“expresionismo” del siglo XX, al que se aplican como a ninguno las categorías
de irrealidad y apocalipsis.
A partir de aquí se le plantea a la
historia del arte la tarea de considerar y examinar un acontecimiento que sin
duda alguna es uno de los fundamentales en su siglo, y que sucede en el
transcurso de la vida de Stifter: la muerte de la luz. Esto única-mente se
podría hacer en el marco de una historia de la luz en el arte (y no sólo en el
arte) que abrazase todas las épocas, donde probablemente se mostraría que la
historia de la luz es un instrumento apto para captar fenómenos más
fundamentales que la historia del espacio, que desde Riegl se convirtió en el
gran tema central de la historia del arte[2]. En la época de Stifter la luz
sufre metamorfosis radicales. Se la seculariza completamente en los edificios
de vidrio y hierro de los “palacios de cristal” —el de Londres fue erigido en
1851, pero tiene un precursor desde 1838 en los proyectos de Héctor Horeaus—
que adquieren una significación secular-metafísica. La cualidad irrumpe en la
cantidad; estalla una verdadera sed de luz. Si Stifter, en el momento
culminante del eclipse, recuerda la poesía de Byron La oscuridad, donde
se dice que “los hombres incendian sus casas... para no ver más que luz”, lo
mismo debemos pensar nosotros al observar esta desmesurada sed de luz de un
hombre cuya luz interior se ha apagado. Para suplir esta carencia busca la
plenitud de la luz natural y material: el culto de la luz en los palacios de
cristal, en el plein-air, en la fotografía; la iluminación “a
día” de las viviendas (en un grado que hoy se vuelve a considerar
nocivo), el culto de los baños de sol y la transformación de la noche en día
gracias al descubrimiento de nuevas fuentes de luz que rivalizan con el sol.
Pero al mismo tiempo, a partir de Cézanne, el color devora a la luz; a él pasan
ahora la dignidad, el poder y la fuerza de la luz, que antes había sido
independiente del color y había estado por encima de él; la luz, por decirlo
así, se transforma en una realidad terrenal, pero al mismo tiempo se incendia
en una apocalíptica y terrible erupción de colores. Entonces el color se
convierte en un sucedáneo de la luz, de la misma luz interior. En la queja de
Egon Schiele por sus Días de cárcel, “¡la única luz era la
anaranjada!”, este fenómeno fue expresado de una manera totalmente personal,
pero tiene validez universal.
La tercera etapa es el retorno de la
luz: “de repente desapareció el mundo ultraterreno y apareció el terreno, una
sola gota de luz surgió en el borde superior como metal fundido, y recuperamos
nuestro mundo...”; “rayo tras rayo fue volviendo victorioso, y, por pequeño,
por diminuto que fuese en este primer momento el círculo brillante, parecía
como si nos hubiesen concedido un océano de luz —es imposible describirlo—, y
quien no lo haya vivido no podrá creer el alivio que sentimos en nuestros
corazones”. Y nosotros, ¿estamos ya viendo esa gota? ¿Estamos
ya nosotros «más allá de la línea»?[3].
Como sucede siempre, lo
profundamente optimista del eclipse vivido por Stifter estriba en que
precisamente la desaparición de la luz revela dolorosamente su santidad, que
normalmente apenas percibimos: “Qué santo, qué incomprensible y qué terrible es
aquello que siempre nos inunda, que disfrutamos sin tener con ciencia, y que
hace estremecer de esa manera a nuestro globo terráqueo al desaparecer, la luz,
aunque sólo se aleje por tan breve tiempo”. Por eso, en el momento culminante
de cada una de las dos etapas la descripción del fenómeno se transforma bruscamente
en confesión y adoración. En el silencio de muerte se manifiesta el dador de
vida: “y entonces, silencio sepulcral, era un momento en el que Dios hablaba y
los hombres escuchaban”; y en la experiencia del Dies irae, que
“parte el corazón, porque Dios y sus fieles difuntos observan”, se manifiesta
su omnipotencia: “Señor, qué grandiosas... son tus obras, somos como polvo en
tu presencia, con un simple soplido que hace desaparecer la pequeña dicha de
la luz nos puedes aniquilar, y transformas nuestra morada querida y familiar en
un espacio completamente extraño, habitado por rígidas máscaras”.
A esta experiencia se asocia
entonces la primera de las dos interrogantes con que Stifter cierra su
descripción: “¿Por qué siendo así que todas las leyes de la naturaleza son
maravillas y creaturas de Dios, casi no tomamos conciencia de su existencia en
ellas, salvo cuando acontece una súbita modificación, por así decir una perturbación, y
entonces, de improviso y con terror, descubrimos su presencia?” Y también esta
pregunta tiene alcances que van mucho más allá de la situación concreta en
1848, tiene una importancia no limitada a ningún tiempo en particular: muestra
el ordenamiento del hombre al sol externo-interno como un fenómeno original de
su existencia, que, sin embargo, se puede oscurecer por debilidad y
acostumbramiento, y hasta se puede ocultar y eclipsar.
La segunda pregunta preludia la gran
nostalgia del arte moderno, que ya había resonado en los románticos —de
quienes sin duda lo ha heredado Stifter[4]—, la nostalgia por una música
“pura” de luces y colores. Aún no ha sido satisfecha, porque no sólo “los fuegos
artificiales, las transparencias, las iluminaciones... eran comienzos demasiado
burdos como para que valga la pena mencionarlos, de esa música de luz”, sino
que los mismos intentos de la pintura no son más que sucedáneos de aquella
música de luz que añoraba Stifter, y están a mucha distancia de lo que allí se
le ofreció a él, por la razón de que no pueden liberarse de la materialización
de los colores en elementos groseros, que guardan la misma proporción con lo
ambicionado, que el gusano en relación a la mariposa. Tal vez el moderno hombre
“ilustrado” no se anime a llevar hasta el fin las consecuencias necesarias de
este sueño de una música de luz, porque lo conduciría a resultados que no
quiere asumir.
Para concluir, quisiera volver a
recalcar enérgicamente que estas observaciones nos han llevado a una región
donde lo espiritual y los fenómenos naturales están entremezclados inseparablemente,
y que no se trata de una zona científica sino pre-científica, aunque opino que
es la fuente de la que beben los planteos de la ciencia.
Hans Sedlmayr, “La Muerte de la Luz, perspectivas
generales sobre el arte, ensayos”. Monte Ávila editores S.A. 1969,
Caracas, Venezuela.