lunes, 1 de junio de 2015

Carta para un escéptico.


Me tomo el atrevimiento de publicar una carta, casi en su totalidad, del P. Leonardo Castellani dirigida Roberto Giusti, Director de la publicación Nosotros, según conjetura Sebastián Randle en la biografía “Castellani, 1899-1949” de dónde tomo esta carta.
Es cierto que en esta carta se puede notar un tono de estilo a lo León Bloy o a lo Blaise Pascal, “algo así como una morosidad en la argumentación que nos evoca tiempos pasados, donde la gente tenía el tiempo y el gusto por debatir ideas (y si el atribulado lector está cansado, o se siente agobiado por la impa­ciencia de los tiempos modernos, o, simplemente, no tiene ganas de seguir las volteretas de una apologética un poco demodé, puede saltearse la larga cita que sigue. Nosotros la asentamos en la persuasión de que allí donde aún queden vestigios de vigor intelectual siempre habrá quién la aprecie)”, dice el biógrafo. Y es así, la carta va a dirigida a alguien que gusta y sabe de libros, por parte de alguien que también gusta y sabe de libros. Por lo tanto, es una extensa carta, una de las pocas de esta extensión que redactará Castellani, plagada de razones y argumentos, con la fuerza de su conocimiento literario, dirigida con cordialidad de un buen amigo preocupado.

[…]

debo escribir a Ud. una carta sobre religión, no sea que «qui tacet consentire videatur» o bien que Dios me tome en cuenta algún día el que no haya pro­curado por cobardía hacer a un hombre que me hizo bien, el único Bien que puede hacer un pobre fraile agradecido que tiene voto de pobreza.

[…]

Entré pues en la Biblioteca del Seminario a buscar las «Cartas a un Escép­tico» de Balmes para muñirme de argumentos, procurando en el camino ponerme en el estado ideológico de un ateo, a fin de que mi argumentación fuere eficaz. Y sucedió que cuando llegué a la Biblioteca, me estaba sonrien­do solo, de pensar que yo (yo ateo) estaba en esta casa tan grande para estu­diar cuatro años una cosa que no existe, para estudiar a Dios, Theo-logía. Pero cuando volví la llave y entré en la Biblioteca me sentía reír a carcajadas (la risa nace de la percepción brusca de un contraste chocante) viendo que, no cuatro años, sino toda la vida, habían estado trabajosísimamente estudiando los miles de hombres que habían escrito los miles de volúmenes que están aquí y que versan sobre la nada.
Nadie me podrá negar que hay contraste y que es una cosa graciosísima. Aquí están la Didaché que es del siglo primero y allí está San Agustín (quin­ce infolios en pergamino) que es del s. IV, y aquí está Franzelin que es del XIX, y allá el Viejo Testamento que es de la Prehistoria y se pierde en la no­che del pasado; y están Claudel, un poeta, Vázquez de Mella, un filósofo, Pasteur, un científico, Billot, un teólogo, Menéndez y Pelayo y literato; aquí están quince mil volúmenes de todas trazas, valores y especies imaginables, a los cuales me dirigí con gran carcajada triunfadora:
«¡Todos vosotros os habéis equivocado, oh muertos!».
Cerré los ojos para reír mejor y para ver mejor imaginativamente la visión de ese universo de hombres ilusos, y vi la biblioteca toda llena de almas de muertos (¡Ojo! Yo no creo en la supervivencia; estábamos en que soy ateo). Todos estos ya se han vuelto nada, su alma no está en ninguna parte, salvo en los libros en que ellos exprimieron lo mejor de ella; porque eso sí, yo creo en los libros y amo los libros.
Así pues toda la Biblioteca llena de almas de muertos. Infinitas. Inconta­bles. Inimaginables almas ilusas que creyeron en Dios. De todas edades de todos colores de todos vestidos de todas las historias y de todas las geogra­fías. Al lado del Santo Job que arroja al cielo sobre el estercolero sus acres maldiciones, una dulce niña como una flor que murió bautizada y es herma- nita mía. Negros, chinos, pieles rojas, asirios, egipcios y romanos. Nympha, gentilísima ateniense que convirtió el judío Pablo de Tarso y la jeta feroz de una pobre vieja guaraní que convirtió el P. Cardiel S.J., fundador de mi pue­blo. El padre Abrahám y en su regazo un canillita bonaerense que murió aplastado por un auto (yo lo vi) sin estar bautizado, pero no por culpa suya sino de sus padres y el Gobierno laico, y tenía bautismo de deseo. La purísima santa mía Teresa de Cepeda y una mala mujer criolla que se confesó antes de morir. Monstruos que nacieron con tres brazos o dos cabezas de los hijos de borrachos, y Cervantes y Santo Tomás de Aquino. Amentes y semiamentes, un neurasténico, un leproso, Carlomagno y Dante. ¿Qué sé yo? Podría seguir por 20 páginas, era un mar, un océano inabarcable de almas apiñadas en torno mío, que era el centro de aquel enjambre esférico de radio infinito.
A todos estos, pues, decidido a mantener hasta el fin mi posición de ateo, con coraje, les dije:
-Todos vosotros os habéis equivocado. ¡Qué gracioso! ¿no? ¿Habéis visto cómo me he reído al principio? Son las paradojas grotescas de la vida. ¡Pen­sar que habéis dado el gran salto en el vacío! ¡Es una risa enorme, una carca­jada homérica! ¡Que os hayáis tomado tan en serio! Aunque al fin y al cabo ¡fuisteis felices! La ilusión trascendente o la enfermedad nerviosa o lo que sea (la religión, digo, el misticismo que decía Justo) que os fingía mares de certi­dumbres luminosas y os hacía más fuertes que la muerte (¡qué misterio es el hombre!), la alucinación a la cual consagrasteis vuestras fuerzas, vuestros es­tudios, vuestros cuerpos en castidad, vuestra sangre en martirio, vuestros corazones en incontenible amor, al conocer yo que fue una alucinación me siento más fuerte y sano que todos vosotros.
¡Pensar que todos estos libros (¡oh almas de los libros!) en que consagras­teis a vuestro Dios, o bien vuestro sencillo amor como «Las meditaciones so­bre el Niño Jesús» de Sor María Termenegabis o bien vuestra alta especula­ción como la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino, son una pura pamplina! ¿No os reís conmigo de los contrastes grotescos de la existencia?
Una voz -una voz de mi alma, opaca y contenida, una voz blanca que lo mismo podía serlo de indiferencia que de una carga de violenta pasión a pun­to de explotar- se levantó en medio del silencio (triste como el que precede en medio del silencio a las tormentas) en que cayó mi voluble carcajada.
-¿Todo eso que has dicho es verdad?
-En nombre de la ciencia moderna, dije yo, oh almas, escuchad. Nuestro siglo sabe mucho. Todo el esfuerzo civilizador evolutivo de los siglos ha ve­nido a concentrarse en el nuestro, como todo el empuje de una bayoneta está en la punta, que rompe, que se hunde, que desgarra. Y soy un hijo de mi si­glo, y no puedo creer como vosotros naturalmente (orgánicamente) creísteis. Yo estoy con Anatole France, un hombre que escribe tan bien, esa iro­nía preciosa llena de piedad. No creáis que ataco vuestra fe en nombre de la razón. Yo miro, y me sonrío, disputar a la fe y a la razón y me siento ante ellos lleno de elegante indulgencia. El mundo es un espectáculo divino, aun después de negado el principio de contradicción, aun diría que entonces es mucho más divino. Conste empero que yo no lo afirmo ni lo niego. Yo afir­mo mi yo y que las pulgas me molestan y los frailes me son naturalmente an­tipáticos. En cuanto a Dios, es para mí un ser demasiado respetable (aunque no sea más que por tanta gente ilustre como vosotros que lo ha querido) pa­ra que vaya a inferirle la injuria de creer que Existe, habiendo en el mundo tantos males crueles que no tendría más remedio que achacarle a él si exis­tiera. Ésta es la verdad, ¡oíd, esta es la ver...!

[…]

Jamás hubiera creído que mis ingenuas palabras hubieran podido causar algo tan espantoso. Al principio creí que era un trueno, un terremoto, o que el gran edificio secular del Seminario se me derrumbaba encima. Era un in­menso grito de dolor arrancado a una de todos aquellos infinitos pechos co­mo con un golpe de batuta.
«-¡Ay de nosotros! gritaban. -¡Oh miseria inmensa de nuestras vidas tres veces miserables! ¡Oh dolor insoportable! ¡Oh pérdida tan grande como es la esperanza del pecho del hombre! ¡Oh sol que nos extraviabas! ¡Oh luz que men­tías! ¡Oh crueldad monstruosa y sangrienta! ¡Oh aire que nos asfixiabas, oh pan que nos envenenabas, oh naturaleza, oh vida, oh creador, oh Todo que per­versamente nos engañaste! ¡Oh entendimiento mil veces maldito que nos decías invenciblemente que poseías la verdad, oh voluntad, oh corazón, oh criaturas que mentíais, todos, todos, continuamente, inexpugnablemente!».
Una vez vi operar un pibe de 4 ó 5 años sin cloroformo (no sé por qué) y daba unos gritos tan desgarradores que me partían el corazón (¡mamááááááá!) fuertemente sujetado y despedazado... eran risa pura al lado de la suma de dolor inexpresable de todas estas existencias a las que parecía talmente que mis palabras, como ese instrumento de cirugía que llaman «ecrasseur» (que sólo verlo hiela) les había agarrado los corazones y se los habían aplastado con un solo golpe brutal y simultáneo.
«-Nuestra vida fue un infierno, peor que el aniquilamiento. ¡Criados para ser engañados, con una naturaleza complejísima sabiamente adaptada para enga­ñarse y adherirse fieramente al error! ¡Oh dolor inmenso, oh infierno, oh feli­cidad del no ser! iAy de nosotros!».
Y como el dolor muy grande carece de palabras, aquí el coro espantoso se fundió en un inmenso quejido más triste que la muerte.
Yo tengo buen corazón y estaba con los pelos de punta y con un sudor de agonizante por todo el cuerpo. Nunca jamás había querido yo causar tanta catástrofe a estos seres entre los cuales están mi padre y mis abuelos, sino solamente hacerlos reír diciendo que no hay Dios ingeniosamente. Así que empecé a gritar con todas las fuerzas de mis pulmones:
-¡Oíd! Yo no digo que esto sea verdad objetiva, sino verdad subjetiva. Yo no digo que esto sea así, sino que yo lo creo así.
Mis palabras tuvieron otra vez un efecto contrario al esperado. Un silen­cio más glacial y pavoroso que antes, un silencio tangible me encerró como una losa, y de nuevo se alzó iracunda, al rojo blanco, la voz primera que esta vez reconocí; Balmes, el lógico inflexible:
«-¡Suicídate! -gritóme. (¡Cáspita!). ¡Suicídate, desgraciado! Si tú crees eso, crees que Dios es el mal, y que la vida es dolor y miseria sin esperanza. Ló­gicamente debes creerlo. Si no lo crees eres un estúpido y si lo crees, ¿por qué no te suicidas!».
Y el coro infinito, como el trueno y el fragor de las cataratas repitió indignado y tremendo:
«-¡Suicídate, cobarde!»
-¿Ah, sí? ¡Vayan a contárselo a sus abuelas! -les grité yo, despertando bruscamente y voluntariamente de mi ensueño, tirando las «Cartas a un Escéptico» y tomando la pluma.
Es cosa sumamente conveniente poder despertar cuando uno quiere de sus ensueños, sean ilusiones, sean pesadillas. A causa de esta verdad (que na­die me negará) ha dicho Chesterton en un libro precioso («Orthodoxy») que no hay entendimiento más libre que el entendimiento que está atado con la cadena de la Fe. Esto es una paradoja, Ud. sabe, querido amigo, que Chesterton es un paradojista; pero él explica su idea, diciendo que atado con la cadena diamantina de verdades inquebrantables, que ninguna fuerza huma­na (salvo el libre albedrío) puede trozar, el entendimiento católico se siente seguro de volar sin perderse. Pone el ejemplo de un hombre que estuviera en una región llena de abismos invisibles, atado con una cadena fortísima que no llega a ninguno de los abismos, dice que este hombre podría correr, saltar y brincar sin ningún cuidado. Mientras tanto que otro hombre, sin cadenas (libre, libre y pensador) no podría dar diez pasos sin estar temblando. Desde el momento mismo en que ha insistido firmemente que hay algunas cosas con las cuales no se puede jugar, el católico queda libre de jugar con todas las otras cosas, como lo hizo el juglar San Francisco y la juguetona Santa Teresa de Jesús. Y esta es la causa (dice él) de que la novela sea como usted sabe un producto cristiano, un género literario del cristianismo, así como la vida de San Francisco es una novela de acción...
Bueno, Chesterton no es ningún Santo Padre, sino un grande y querido y gordo inglés. Quería decir solamente que es cosa muy útil poder despertar cuando se quiera de sus ensueños (Chesterton dice que los católicos atados por la fe pueden soñar cuanto se les antoje; seguros de poder despertar ad libitum), cosa que nadie, como dije, me podrá negar, aunque no todos estén conformes con las consecuencias de Chesterton.
Desperté pues (para volver a mi novela) y dije: -Vayan ustedes a contár­selo a sus señoras abuelas. Tomé la pluma y me puse a escribir renunciando definitivamente a ponerme en el estado de ánimo de un ateo. La razón es que, educado en la lógica férrea de la escolástica católica (Nihil potest esse simul et non esse), me siento llevado en mis discursos a sacar todas las conse­cuencias de un principio dado, por ejemplo el ateísmo; cosa que afortunada­mente no hacen todos los ateos, porque si no la vida sería imposible. ¡Mire Ud. si todos los hombres irreligiosos del mundo sacaran las consecuencias prácticas que del ateísmo sacaron Schopenhauer, Nietzsche, Oscar Wilde, Anatole France, el formidable Kiriloff de Dostoiewsky, y Nerón y Calles, por ejemplo! Sería atroz para los pobres bichos indefensos y naturalmente buenos como yo y Ud.
Así que dejándonos de historias, lo que quería es, como decía al principio de mi carta, para que no se me aplique lo de «quien calla, otorga», protestar por escrito de que ni mi antiguo silencio significó nunca consentimiento, ni mi actual afirmación de que «Dios existe» tiene el mismo valor que las áticas ironías de algún escéptico contemporáneo, por nacer de una raíz muy distin­ta del diletantismo, por nacer de una tremenda y dulcísima certidumbre.
En esto sí que puedo testimoniar a Ud. con toda verdad, del fondo de un corazón honrado que no querría nunca mentir y menos en cosa tan grave, que me sorprendo a mí mismo no pocas veces en clase de Teología, mientras un compañero macanea en mal latín, repitiendo gozosamente las palabras que un gran poeta, mi favorito, dijo a otro propósito:
«Certes, je bois, certes je suis plongé dans le vin».
Porque son como un río luminoso las aguas inundantes del vino embria­gador de la evidencia: «Calix tuus inebriam Domine» decía David, «quam praeclarus est». Usted dirá que este fenómeno de sentirse el católico seguro y cierto es simplemente una alucinación; pero amigo, qué quiere que le diga, el vino es vino y tiene un sabor propio distinto del agua. Quiero decir que el que ha probado una vez vino de Málaga, no lo confundirá jamás con un bu­che de agua chirle, por más que el que no haya tomado en su vida más que agua chirle pueda negar la existencia del vino de Málaga; pero yo, gracias al amor de mis cristianos padres, que Dios bendiga, he bebido desde mi niñez el vino de la verdad a tazas plenas, y no me parece ni siquiera posible confun­dir la luz del sol con la eléctrica, ni con la probabilidad o la opinión, la evidencia. Y he aquí como llegamos (¡por fin!) al grano y a lo que yo le quería en definitiva decir en esta vagabunda carta:
-¿Es para Ud. evidente que no hay Dios? ¿Está Ud. plenamente seguro, excluyendo toda duda prudente, que no hay un ser más grande que el hom­bre, que si lo hay, ese ser no ha hablado al hombre, y que, en todo caso, si le ha hablado, es imposible averiguarlo? Porque si no puede decir «Estoy segu­ro de eso» con la misma firmeza con que dice «2+2 son 4» o «yo existo», si Ud. tiene alguna duda prudente de que tienen razón los otros (el mundo aquel que vimos en la Biblioteca) entonces -y esto es lo que quería decirle- tiene Ud. obligación gravísima de averiguar, estudiar, cerciorarse y adquirir la evidencia, sin la cual no podemos obrar en conciencia, ni dar un paso sola­mente en esta vida.
Tiene obligación. Ud. es un hombre cumplidor de sus obligaciones, un hombre honesto, un hombre de su deber. Yo lo he visto con mis propios ojos, no preciso que nadie me lo cuente, cumplir una obligación de su oficio un poco espinosa y que no todos satisfacen, con una rectitud digna de todo aprecio y que no declinaba ni a la derecha ni a la siniestra. Por lo tanto yo presumo que si a Ud. le constara de alguna manera otra obligación más apre­tada y urgente, no dejaría de llenarla, por el mismo principio, sea cual fuere, en virtud del cual cumple sus deberes profesionales; a menos que tengamos que decir que un hombre honrado es el que satisface sus deberes pequeños y descuida los gravísimos.
¿Y de dónde me incumbe a mí, dirá Ud., ese otro deber gravísimo? -Aun­que no fuera de otra parte, de parte de esa linda criatura, su mayorcita, a quien va dedicado mi primer tomo de «Cuentos y Fábulas».
Aún me parece la veo con su gran bandeja en las manos y su gracia de sílfide (una delicada atención de Ud., hacernos servir el té por su hijita), la veo digo, volviendo la cabecita hacia su papá para contestarle mientras sostiene gentilmente las tazas: «Sí, papá, así dijo la maestra».
-No puede ser, hijita, vos has entendido mal (dijo usted), yo no puedo creer que una maestra argentina prepare su clase para ir luego a decir a un montón de pebetas de Primero Superior que no hay Dios. -Pero sí, papá, di­jo que no hay Dios, así dijo.
No hay Dios.
Las palabras de la Sagrada Escritura: «Dixit insipiens in corde suo: Non est Deus» se me vinieron a la memoria tristemente. La pequeñita tomaba, no en su corazón todavía, pero en su boca llena de celeste inocencia, las palabras que el Libro Inspirado e Infalible llama necedad, insipiencia. ¡Pobre niña, in­defensa en la escuela de la necedad trascendental, que sabrá mañana tocar el piano y no sabrá para qué estamos en el mundo! El pecado de los padres cier­tamente no pasa a los hijos; pero la miseria del padre, tanto la natural como la sobrenatural, sí que pasa al hijo de cuya crianza Dios le ha responsabilizado en su providencia ordinaria; y si un padre se juega a la ruleta su caudal de ver­dad y certidumbre sus hijos comerán pan duro y peligrarán sucumbir de hambre. Claro está que yo no pensé esto entonces, porque seguimos hablando de Literatura, sino que quedé solamente con el corazón un poco anudado: pero luego que estuve en el vagón (adonde Ud. me acompañó atentamente y me puse a rezar mi Rosario, el nudo del corazón se destejió en un ovillo de explícitas consideraciones pías. Muy seguros, muy sin ninguna duda deben vivir los ateos -me decía yo en mi inocencia- para no sentirse obligados a es­tudiar, inquirir y asegurarse de Su verdad -para exponerse a darle por bebida a sus hijos vitriolo en lugar de vino, ese Non est Deus que todo este mundo de la Biblioteca tiene con toda certeza por vitriolo. Porque una cosa es que un hombre sin hijos y de corazón podrido como Anatole France se pase to­da su vida piqueteando con su entendimiento privilegiado y odiando a iglesia de Cristo con el rencor misterioso e indisimulable que es la señal de los réprobos; y otra cosa muy distinta es que un padre (paternidad siendo por esencia cosa contraria al egoísmo y la frivolidad) juzgue las lindas ideas de este monstruoso egoísta con todas sus consecuencias, buen alimento para sus hijos. Aquella es una cosa para hace temblar, y esta es una cosa para hacer llorar. Yo no digo que haya llorado allí en el coche de 2da. del F.C.O. rezan­do el Rosario; sólo digo que soy hombre naturalmente algo melancólico y propenso a las veces a lagrimear sobre males ajenos, como si no tuviera bas­tante con los propios.
Mas esta razón de la responsabilidad del padre acerca del alimento de sus hijos, no debe ser solamente sensiblería mía, cuando ha servido para conver­tir a Giovanni Papini. El cual escritor italiano dicen que teniendo dos hijas que amaba mucho y que se le estaban torciendo, y habiéndolas mandado en bien de su educación a un Colegio de monjas, experimentó en ellas tan felicí­simo cambio que temió no fuera que aquellas monjitas iliteratas poseyeran la verdad -la verdad que él, el «uomo finito» había dado definitivamente por perdido; y siendo erudito ya en el Historia de las Religiones, se propuso en­terarse de la Católica a la cual había atacado muchas veces sin tomarse la mo­lestia de conocerla.

Ésta es la ingenua carta-confidencia, querido amigo, que yo debía a Ud. y a mis escrúpulos. La cual si Ud. tira a la papelera a la primera hoja por lo menos yo habré cumplido con mi conciencia en escribirla. Pero para que no la tire (porque lo que deseo es que la lea) me voy ahora mismo a la Capilla (fal­tan 20 minutos para la Clase) a rezar el segundo Rosario a la Sma. Virgen y rogarle que estas líneas «non provienant ei in majorem judicium et condemnationem, sed pro tua pietate prosint ei ad medelam percipiendam», como dice la Iglesia.

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