lunes, 9 de marzo de 2015

La eternidad de la rosa


Lo cierto era, por ejemplo, que al cerrar sus ojos (y Adán lo hizo nuevamente) la rosa no se anonadaba en modo alguno: por el contrario, la flor seguía viviendo en su mente que ahora la pensaba, y vivía una existencia durable, libre de la corrupción que se insinuaba ya en la rosa de afuera; porque la flor pensada no era tal o cual rosa, sino todas las rosas que habían sido, eran y podían ser en este mundo: la flor ceñida a su número abstracto, la rosa emancipada del otoño y la muerte; de modo tal que si él, Adán Buenosayres, fuera eterno, también la flor lo sería en su mente, aunque todas las rosas exteriores acabasen de pronto y no volvieran a florecer. “¡Rosa bienaventurada!”, se dijo Adán. ¡Vivir en otro eternamente, como la rosa, y por la eternidad del Otro!

Leopoldo Marechal, “Adán Buenosayres”, Editorial Sudamericana, 1999, Buenos Aires, págs. 18-19.