Lo cierto era, por ejemplo, que al cerrar sus ojos (y Adán lo hizo nuevamente) la rosa no se anonadaba en modo alguno: por el contrario, la flor seguía viviendo en su mente que ahora la pensaba, y vivía una existencia durable, libre de la corrupción que se insinuaba ya en la rosa de afuera; porque la flor pensada no era tal o cual rosa, sino todas las rosas que habían sido, eran y podían ser en este mundo: la flor ceñida a su número abstracto, la rosa emancipada del otoño y la muerte; de modo tal que si él, Adán Buenosayres, fuera eterno, también la flor lo sería en su mente, aunque todas las rosas exteriores acabasen de pronto y no volvieran a florecer. “¡Rosa bienaventurada!”, se dijo Adán. ¡Vivir en otro eternamente, como la rosa, y por la eternidad del Otro!
Leopoldo
Marechal, “Adán
Buenosayres”, Editorial Sudamericana, 1999, Buenos Aires, págs. 18-19.